Algo que tenemos en común todos los seres humanos es el deseo de felicidad. Casi toda nuestra conducta está basada en impulsos más o menos conscientes con la intención de ser más felices. Podríamos decir que la historia del hombre es la de la búsqueda de la felicidad. Existen dos corrientes en esta búsqueda. Una de ellas afirma que la felicidad depende de que las circunstancias externas sean las adecuadas, y que hay que luchar por ello.

La sociedad de consumo promueve la felicidad en lo material: tener ropa, tecnología punta, ir a espectáculos o tener una casa y un trabajo que nos permitan estar seguros. Muchas religiones afirman que cumpliendo ciertos preceptos, acabaremos reuniéndonos con un dios que está en otro lado. La política propone que la felicidad llega cuando gobierna tal o cual partido. Todas ellas se centran en una felicidad que depende de lo externo.

Está bien tener objetivos que nos aporten bienestar. En muchas ocasiones son una fuente de motivación y evitan que vayamos a la deriva en la vida. Pero cuando hacemos depender nuestra felicidad de que estos objetivos se cumplan, surgen conflictos. Si solo estamos abiertos a que suceda lo que queremos, la esperada felicidad puede convertirse en infelicidad.

Hay otra forma de concebir la felicidad que la considera una experiencia interna, no tanto relacionada con lo que nos sucede sino con nuestra actitud hacia ello. Lo que determina que nuestra vida sea una más, o una enorme bendición para nosotros y para el planeta, no es lo que nos suceda en la vida sino cómo respondemos ante ello.

Víctor Frankl era un joven y prometedor psiquiatra de la primera mitad del siglo pasado. Se carteaba con Freud y acababa de casarse muy enamorado, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y fue internado en un campo de concentración. Su mujer y sus padres también lo fueron, y allí murieron al igual que casi toda su familia y amigos. Frankl experimentó los horrores y vejaciones de su condición de prisionero durante gran parte de la guerra. Observó que cuando un compañero caía presa del desánimo, al poco tiempo era enviado a las cámaras de gas, o enfermaba y moría. Él mismo pudo haberse dejado invadir por el resentimiento o la tristeza, pero no lo hizo. En una ocasión se encontraba aislado, en un calabozo en las peores condiciones imaginables, y para agarrarse a la vida se vio en el futuro dando conferencias en las que explicaba cómo es posible sobrevivir en un campo de concentración. Víctor fue liberado al acabar la guerra y llegó a cumplir aquello a lo que se agarró para sobrevivir. Ocupó cátedras en universidades europeas y americanas, y fue conferenciante en muchos países. La experiencia límite en el campo de concentración le inspiró el libro «El hombre en busca de sentido» donde expresa lo que no se le puede arrebatar al ser humano: “La última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias para decidir su propio camino”.

Frankl demostró que aún en las situaciones extremas el ser humano puede seguir siendo  libre. Su legado es inmenso porque nos mostró que si él fue capaz de elegir, nosotros somos libres de hacerlo en nuestros pequeños retos de cada día. A partir de la década de los noventa, Stephen Covey ha sido considerado uno de los gurús empresariales norteamericanos. Covey recogió el legado de Frankl y lo aplicó a la vida cotidiana afirmando que “entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir”. Por tanto, nuestra conducta se basa en nuestras decisiones, no en nuestras circunstancias o en nuestras emociones.

Covey definió lo que llamó “proactividad” como “la iniciativa y la responsabilidad de hacer que las cosas sucedan”. Covey afirma que la base de una felicidad duradera es ejercitar esta libertad con una profunda ética en nuestras vidas. Por su parte, Frankl habla en su libro de los hombres libres, aquellos que iban de barracón en barracón consolando a los demás o dándoles el último trozo de pan que tenían. Covey declara que la felicidad duradera sólo puede estar basada en unos principios asentados interiormente. Ambos relacionan la libertad y la felicidad con una actitud interna.

No hace falta ser un Frankl o un Covey para ser libre, todos conocemos personas que viven dando lo mejor de sí mismas de una forma anónima. He visto a Teresa dedicar su vida a limpiar casas, poniendo orden y armonía por donde pasa, y con su trabajo dar hogar y estudios a su hijos. Y existen muchas Teresas en la Humanidad. Si disponemos de esa enorme libertad, ¿por qué en muchos casos no la utilizamos? Probablemente porque no nos han educado en ella y no sabemos ni siquiera que existe. Nada en la educación formal está orientado a que seamos unas personas libres y felices. Si ese es nuestro deseo más grande, necesitamos formarnos nosotros mismos. Pero, ¿cómo?….

La idea es sencilla: Si aprendes a conocer lo mejor de ti y a darlo, serás más feliz y harás más felices a los demás. Además motivarás a los otros a dar lo mejor de ellos mismos. Si cada miembro de un grupo da lo mejor de sí, la felicidad se multiplica.

Uno de los descubrimientos más importantes de las últimas décadas en psicología de la conducta es que nosotros somos responsables de nuestra bioquímica cerebral. Determinados pensamientos y estados de ánimo generan unos neurotransmisores concretos que tienden a su vez a reproducir ese modelo de pensar o de sentir, siendo este un motivo de por qué los rasgos característicos de las personas se mantengan en el tiempo.

La dopamina es una potente hormona y neurotransmisor muy relacionada con el área del cerebro que gestiona la sensación de recompensa. El efecto de la dopamina es tan significativo que se la denomina la hormona del amor, y se ha descubierto que la adicción a las drogas ocurre porque ocupan los receptores de dopamina causando que el sentimiento de bienestar del adicto dependa de la ingestión de la droga.

Redescubrir tus propios logros es fundamental. Cuando vives o revives una situación de éxito (el inconsciente no distingue entre lo que sucede y lo que recuerda), el cuerpo produce dopamina. La dopamina genera una acción en cadena de otras hormonas que llevan a una acción con expectativas positivas; un estado opuesto al miedo que paraliza y encoje.  Recordar nuestros logros induce una actitud más positiva hacia la vida y nos lleva a perseguir nuevos objetivos. Esta dinámica crea una espiral ascendente de sucesos positivos que atraen felicidad a tu vida.

Uno de los objetivos es la creación de emociones positivas. Se ha investigado mucho acerca de los enormes beneficios psicofisiológicos de las mismas. Aunque a algún romántico le guste de vez en cuando un toque de tristeza, seguramente que te sentirás mucho mejor cuando estás alegre que cuando estás triste, o serás más feliz sintiendo amor que ira. Las emociones positivas inducen una cascada de neurotransmisores que nos rejuvenecen, nos sanan y nos aportan felicidad. Y tienen dos enormes ventajas: son gratuitas y reproducibles a voluntad con un mínimo entrenamiento.

Vivir dando lo mejor de ti a ti mismo y a los demás aporta un enorme gozo. Si lo llevas a cabo, tu felicidad pasará de depender de lo que te rodea a depender única y exclusivamente de ti mismo.

Irina de la Flor
Directora de «Lo mejor de mí»
Fundación Vivo Sano

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